lunes, septiembre 15, 2008

Blanca, la marquesita de Loria, Luna

Blanca Arias vive en un mundo ensombrecido, sin amor, dañado por la fragilidad de quienes no saben resistir, y por la hipocresía de quienes respiran extravagancia. El espacio de Blanca es oscuro. Su único brillo es la fecundidad que le otorgan los tabúes; sin embargo, Eros no engendra inquietud, y agoniza sin poder dar fruto.

En su infancia, las negras nicaragüenses que la cuidaban le contaron historias del mar, de la pasión de los hombres y de algún concepto, poco establecido, sobre el bien y el mal. Es probable que ella creyese en todo, como creyeron todos, pero de todo se decepcionó; ni el mar fue tan ancho, ni los hombres tan sensuales ni rotundos, y tampoco fue tan fácil trasegar lo bueno y lo malo.

A la bellísima marquesita de Loria solo le queda el tabú como cierto. Solo el tabú espanta el frío de las miradas vacías, envidiosas o compasivas. Solo el tabú la salvará de la brevedad del orgasmo, de los secretos a voces y de las cruces sin lágrimas para los muertos... Pero si el tabú es cierto, posible, y si se logra corporizar lo prohibido, entonces debe volver a desvanecerse pronto en alguna escena penumbrosa para poder recrearse, porque lo prohibido no se puede ver. La vida de Blanca Arias es inmaterial, no puede tomar cuerpo.

Ella es atraída por la Luna de la Puerta del Sol, por lo furtivo del parque del Retiro, las velas de los gitanos y los rastros de una pasión que sospecha, pero que nunca conoce. Ella es como un fantasma que crece y se muere en sus indomables fantasías. Aunque la favorece la desnudez, nunca llega al placer. No debe llegar. No sabe llegar.

Quizás Donoso hubiera podido parafrasear al maléfico Sade, o al brillante Apolinaire, y construir un personaje sin horizonte, capaz de sumergirse sin esperanza en el placer, en el puro placer; pero Blanca espera algo, siempre espera algo, y se decepciona al no encontrarlo, y muere de no sé qué, quizás de pena… y vuelve a nacer en otra fantasía nueva, tan afrodisíaca como incompleta.




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La marquesita
«... Durante las visitas del joven marqués al piso de los acogedores diplomáticos que no se daban cuenta de que corrían el riesgo de perder a una hija —o se resignaban a perderla, puesto que disponían de otras cuatro beldades que iba a ser necesario colocar—, Blanca daba su elemental batalla en el rincón turco de la Residencia, sobre un canapé cuajado de cojines, el pebetero exhalando aroma de almizcle. Trabados por corpiños que defendían ansiosos senos, por camisas almidonadas que se resquebrajaban con la incomodidad de ciertas efusiones, por chalecos de piqué rasgados en un momento de pasión, por botones de polainas enredados en encajes cuando las bocas de ambos se hundían en sus anatomías, malamente disimulados por el último número de La Esfera o el tomo de narraciones de Hoyos y Vinent que fingían leer para engañar a los padres o a las hermanas envidiosas y fisgonas, conocieron milímetro a milímetro sus mutuas topografías sudadas de miedo y anhelo, el vaho caluroso de sus vértices vegetados, sus hendiduras y protuberancias hinchadas de amor, mientras sus bocas golosas se llenaban una y otra vez , sin saciarse jamás, con las fragantes carnes del otro. Se consolaban de que las circunstancias no fueran propicias para pasar más allá, diciéndose que era todo un estupendo simulacro para que cuando llegara el momento en que el amor total pudiera atravesarlos, tanto amago realzara lo que sin duda sería un asombroso premio [...]»

Finalmente, víctima de magia de gitanos, o víctima del beso de Apolo, Blanca desaparece misteriosamente, tal como lo anuncia el autor en el título de la obra; sin embargo, aunque la sentencia de su desaparición no es simbólica, no engendra inquietud, y tampoco obviedad. ¡¿Qué importa?! Si total la historia ya fue contada, y ninguno de los besos de Blanca, como las verdades de Casandra, serán ciertos.

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