martes, agosto 30, 2005

Con brillo de muerte

Como en aquel llanto a Don Ignacio Sánchez Mejías, la muerte también rondó puntual la Alameda de los Descalzos para llevarse, sin honores ni pregones, a todos los elegidos de ese día. Partieron, sin preámbulos, por el sendero que transitan quienes no han de volver jamás.

Tanta guerra ganada sin mediar afrenta, tanto luchar sin rendirse, tanta gallardía impasible y tanto matar por gusto, para que el filo de la muerte, ofensivamente preciso, les corte la vida y los deje así, desalmados.

Desde abajo, en la arena, sentí crecer la sinrazón y alzarse cruel, vaporosa, esperpéntica, impropia, anacrónica, cobarde e injusta. La vi recorrer las gradas sin tomar atajos, mientras engullía alaridos de barbarie y festejos de agonía.

Más arriba, recostadas sobre la recova del coliseo, había mujeres de belleza latina, abandonadas a la ofensa de la fiesta. No miraban la arena, pero sus ojos húmedos reflejaban el lacerante brillo de las púas. No hablaban, pero sus gargantas repetían el eco de la más absoluta nada. Esperaban, pero con la esperanza de quienes no luchan, o de quienes saben que no habrá tregua, ni juicio, ni sentencia. Esperaban, sin amor, que la vida de los gallos se escapara de sus buches.

En esta lucha a muerte no existe la misericordia ante la agonía. Para mí, es falsa la gloria del combate, porque la muerte es la de Otro y porque ningún honor es capaz de diluir la verdad que brota de la sangre, ni es capaz, tampoco, de dignificar el abandono.

De pronto alguien, amparado en las emociones anestesiadas que le dejó la resaca de la víspera, insiste en que apueste por la vida. Yo, sin mirar al espanto de frente y esclavo de mi necesidad de salvar a alguno, elijo mi “antisiniestra”. Empeño mi palabra de caballero y estrecho, tácitamente, mi mano con la suerte. Sé, sin embargo, que aún ganando mi apuesta, terminaré derrotado.

Durante la breve eternidad que duró el combate, una exhalación apenas, fui como Icaro en busca de su destino y esperando que la fatua ola de la sinrazón atravesara, una vez más mi cuerpo, para dejarme, en la precisa hora de la muerte, ante la flagrante revelación: apostar por la vida, mata.

Sí, apostar supone un compromiso y un injusto deseo de ganar. Quizás, perdí ganando, no lo sé. No encontré escape ante el dilema. No pude salir intacto ante la visión del reñidero y del horror. Allí, en el antiguo coliseo de Lima, los domingos por la tarde, ronda la muerte porque sabe que algún otro, preferiblemente anónimo, se irá junto con ella.

Amputado de orgullo, incapaz, doliente, desprovisto de milagros, humano y cobarde abandoné, por fin, la torturante espera y subí las gradas, sin tomar atajos y sin prudencia. En la galería, ya lejos de La Bestia, me sometí a la justicia de unos labios rojos.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

"La sinrazón" era para mí, hasta ahora, una cuestión del todo inadjetivable. La maestría con la que aparece aquí rodeada de atributos, transforma el texto en una pequeña joya. Si a eso agrego la propiedad del lenguaje, la tensión del relato y la brevedad con la que está condensado el asunto existencial completo, de cara a Eros y Tánatos a la par, no tengo dudas de que compraría esta gema y la usaría de por vida, como símbolo de mi propio brillo vital/mortífero.

Anónimo dijo...

Admirable el manejo de la palabra. Su descripción nos lleva a ver a las Keres rondando el campo . Ante tanta agonía y muerte, supo usted encontrar el final adecuado, la contraposición marcada por esos labios rojos. Aún en ese escenario sangriento, da muestras de que la seducción y la pasión son sinónimos de vida.
Si esto fuera un teatro, recibiría usted un aplauso cerrado del cual yo sería, sin dudas, partícipe.