En una carta sin fecha, remitida presumiblemente poco tiempo antes de su muerte, René Risteau, El Oráculo, escribía:
"Me siento un eremita, un anónimo disidente combatiendo en contra de un mal pensamiento. Me siento un libertario del hombre de este tiempo, mediando -como Mesilim de Kish- por la paz entre Lagash y la ciudad de Umma. Aunque no disponga de un Ars Generalis Ultima; aunque, enfáticamente, me declare desconocedor del lenguaje de Dios y de su texto divino; al límite de mis convicciones, quizás deba tener el mismo implacable final que Raimundo Lulio y morir en Túnez, a la sombra del camino, bajo el filo de una espada sarracena. Sepa -como diría usted, Carlos- que no espero un epitafio menor que un kenningar como aquél: “Contra la soledad y a favor de los vientos, sucumbe el hombre ante el único axioma en el que cree; nada existe o sucede sin que haya una razón suficiente, porque hasta Dios tiene un motivo..”
Creo que será una simplificación para el lector, si antes de continuar con la transcripción de la carta y los misterios que le atañen, primero explico algunos hechos accesorios -y no autobiográficos- acerca de René Risteau. (Si acaso el lector esperaba encontrar cronologías e interpretaciones objetivas de su obra advierto que, entonces, es el momento de apearse de este texto, pues nada diré al respecto)
Todo comienza con el juego de la imitación, ideado por el matemático inglés Alan Mathison Turing. El juego es, en realidad, un verdadero desafío ontológico y su desenlace -a pesar de lo que pueda parecer- desearía no conocer jamás.
El juego tiene tres participantes, un interrogador C y otros dos miembros A y B, quienes serán interrogados. El área del juego es una sala, dispuesta de tal modo, que ninguno de los participantes ve o escucha al otro. En la versión del juego propuesta por Searle el área de juego es conocida como “sala china”. Cada uno de los participantes tiene objetivos diferentes en el juego: El objetivo de A es imitar a B; el objetivo de B es, simplemente, ser quien es, y el objetivo del interrogador C es determinar, mediante preguntas arbitrarias, cuál de los otros dos concursantes es el imitador.
El planteo de este simple e inofensivo juego, sumado a otro importante resultado teórico descubierto por Turing -donde se establece que una computadora puede funcionar como cualquier otra, lo cual es equivalente a decir que las funciones de una computadora pueden ser imitadas por cualquier otra- ha motivado, finalmente, la siguiente pregunta:
¿Puede una computadora jugar el juego de la imitación como si fuera el jugador A y pretendiendo imitar al jugador humano B, confundir así al interrogador C, de tal modo que éste diga que el verdadero humano es la máquina?
"...Fui elegido como el jugador B de ese perverso juego de la imitación, y se me dio el objetivo de ser quien soy. En este juego debo ser, apenas, un sin casa, un don nadie. Debo ser el documentalista de historias del pasado y descreer, como descreo, que los trabajadores científicos proceden, inexorablemente, de un hecho bien establecido a otro, sin estar jamás influidos por suposiciones no comprobadas. Debo creer -porque me consta- que, a veces, la ciencia prosigue sin saber el camino y otras -no sé cuántas- prosigue creyendo que se da la vida por un sueño y se termina guiado por el mal vivir.
Debo sentarme a solas en esa sala china -un lugar incomprensible e iconoclasta- “y despojarme, capa tras capa, de todo lo que me acontece, de toda mi ignorancia, de todo mi conocimiento, ya sea formal o intuitivo, no importa”.
Debo ser siendo y debo ser habiendo sido.
Debo sentarme a solas y responder preguntas anónimas y desordenadas. Preguntas sin aparente relación entre sí, pero predestinadas a captar mi esencia, o mi carencia de ella.
Mis respuestas deben permitirle al interrogador decir de mí, serenamente, si soy tan único como cualquiera, o si todos los hombres del mundo somos el mismo, repetido e imitable, hombre que soy.
Decía antes que me siento como Mesilim, dirimiendo en esta lucha entre el ser explícito que soy y el querer ser anónimo. No debo disimular mi cara de hambre o de media ración. No debo disimular mi cara de puro humano, ni de herido de muerte. Tengo el objetivo de ser el jugador B, yo mismo, humano, para que así, tal vez, termine siendo uno más.
De mí depende, Carlos, algún cambio en el pensamiento ontocéntrico. De mí depende que se congele la realidad ideada por Parménides y sus sucesores.
Si al menos tuviera la esperanza de que este juego, en cualquiera de sus versiones, fuese como un Ras Generalis Ultima (ese dispositivo lógico de Lulio en el que los sujetos y predicados de las proposiciones teológicas se organizaban en círculos, y cuya correcta operación resultaba tan complicada y sus alcances, tan rigurosamente totales, que nunca pudo emplearse de manera práctica)
Si aún ante la mala noticia de que nuestra inteligencia resultase imitable, tuviera la esperanza de que el jugador A abordará con acierto el concepto más inaccesible y paradójico que haya podido pretender la fragilidad temporal del intelecto humano: El concepto de infinito..."
Interrumpo por un momento la transcripción de la carta para poner el optimismo que introduce Risteau acerca del infinito -esa tentación del pensamiento humano tan evidente en su existencia- en proporción con sus consecuencias: Yo, Carlos, afirmo que la eternidad, en este juego, no nos serviría en absoluto. Ser inmortales no nos haría más humanos que una máquina, ante los ojos del interrogador.
Si fuésemos inmortales, el juego sería más perverso todavía porque, de ese modo, ni siquiera habría de esperarse de nosotros una prueba de vida. No podríamos responder con nuestra sangre a la pregunta: ¿Está usted vivo?
El interrogador podría sentarse cómodamente a consumir, abusivamente, sus inagotables eternidades mientras esperara, apenas inquieto, dinastía tras dinastía, la respuesta a alguna pregunta no computable.
Ante una pregunta paradójica, por ejemplo, el jugador A, la máquina, no debería imitar al hombre respondiendo "no sé", pues el hombre sin tiempo, en la ausencia de su instante cúlmine, podría encontrar la respuesta en cualquier segundo entre ahora y la eternidad, demostrando, así, que es el verdadero ser humano.
En el infinito, aquel inabarcable sitio por fuera del cual siempre hay algo, habría solución para todas las paradojas sobre barberos que se afeitan a ellos mismos, o sobre doncellas que nunca mienten y nunca dicen la verdad. Allí sería axioma la hipótesis euclidiana sobre las paralelas, y hasta hallarían el perdón los traidores del noveno círculo del Dante. Allí habría impunidad verbal, razón y poesía. Allí habría todo eso, y aún más todavía, porque el infinito no admite un "todo".
Más privadamente, El Oráculo me había expresado su desconcierto ante la posible consecuencia de que el rol del interrogador también pudiese ser imitado. Claro, si un humano es concluyentemente imitable, entonces cualquier humano lo es, inclusive el jugador C.
"He de suponer que mi oponente será exhaustivo. He de suponer que el jugador A será la máquina de todas las máquinas. Eso es posible porque si, como dice Turing, una máquina es capaz de imitar a otra máquina, entonces habrá una máquina de Babel, una máquina universal, completa y falible. Deseo suponer eso, para poder soslayar la diferencia demoníacamente inmensa que hay entre incapaz e imposible.
Usted comprenderá que, si el interrogador duda acerca de quién es el imitador y quién el ser verdadero, entonces nuestra inteligencia ya estará imitada.
Prefiero suponer que mi oponente es digno, porque eso me dignifica. Ser imitado por una simple máquina de pensar me dejaría a merced del artificio, de lo práctico, del instrumento, de la no-intuición y de la no-voluntad de ser humano.
¿Se imagina, Carlos? Para calcular, no es necesario entender el proceso, pero para sonreír cínicamente o para decir "sí, quiero", debo apelar al argumento de la autoconciencia. Para querer algo, es necesario quererlo, sentirlo en falta.
Sé que mis ideas se yerguen firmes, porque las he revisado largamente hasta sus raíces, hasta la causa primera de todas las cosas. Me ha resultado difícil acercarme a la esencia de mi humanidad. He revisado, hasta el fastidio, el extenso repertorio de relaciones humanas, para responder a los interrogantes con justeza y también sé que, suceda lo que suceda, no debo disimular mis votos de pobreza ni mi pecado original.
Sé que la prueba es necesaria y que debe haber una razón suficiente para ella, porque hay un Dios, pero aún así temo...
Dado que usted será el interrogador, espero que me comprenda."
Rene Risteau está muerto y -a pesar de este penoso desenlace que me deja a merced de un nuevo desafío- me atrevo a decir que diviso, en esta carta, algunos párrafos escritos con más emoción que razón; en cambio, otros, me parecen hechos de cualidades difícilmente descriptibles.
Releo la carta, ritual y minuciosamente, y pienso en la derrota digna que aventura El Oráculo. Pienso en la condición necesaria que impone a la inteligencia humana enfrentarse a la máquina de todas las máquinas y pienso, también, en la Biblioteca de Babel.
Es cierto que el número de libros de la Biblioteca de Babel es eterno, pero es más cierto que es infinitamente insignificante; es apenas un tercio de una verdadera cifra astronómica. Y bien, no lo negaré más tiempo: El número de libros de la Biblioteca de Babel es, sencillamente, finito. La máquina de todas las máquinas podría, en un suspiro, haber escrito todos ellos. ¡Todos! Y hasta en orden alfabético.
Ya fue dicho: Seré el interrogador en este juego perverso y eso implica, para mí, un gran acto de poder, el mismo poder que da el conocimiento. Juro que seré fiel a mi razón y a mi instinto. Juro que intentaré no volver derrotado; aunque si ha de suceder entonces pasará algún día, a la hora de los desaciertos y del ocaso.
Juro, por mis muertos, que no arriesgaré ningún resultado al juego sin estar seguro y sin considerar, incluso, que esta carta que acabo de transcribir haya sido escrita por la poderosa máquina.
1 comentario:
Juego perverso, poder, omnipotencia, cálculos, maquinas, corazón, emoción, sensación, sin razón, excelente!!!!
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