Nunca antes conté esta historia, tal vez por pensar que sólo la oquedad del silencio es capaz de decir algo sobre el ser que habita en las cosas, tal vez por no tener la cita exacta que describa el mundo, o tal vez por obedecer a las verdades de la mar y por cumplir con el tabú más riguroso: El tabú de la memoria.
Ciertos días, sin embargo, cuando la sal no huele a soledad ni a distancia, o cuando la guardia de modorra abandona las almenas de mi empequeñecida y fatigada robustez, cometo el vergonzoso exceso del recuerdo; entonces naufrago, mientras un frío Mistral me gana el barlovento.
Un rumor matizado de verdad e injuria, áspero como el aliento de los sopladores de ánforas, atestigua que mi padre fue un nauta valiente que buscó, sin fruto, el alma regia de los héroes.
Con más rudimento y elocuencia que razón, el rumor cuenta que -por indicación o consejo de un oráculo- mi padre debía construir, entre las cosas más urgentes, una embarcación que fuese su patria y en la que debía habitar su corazón.
El mandato sentenciaba que la barca debía ser acabada con sus propias fatigas y riquezas. En el casco debería usar madera de olmo de los bosques de Puiyam en el Tibet, para redimirlo de sus pecados y herejías del pasado. El timón debía ser hecho con madera de avellano para obtener así, no sólo el mando de la nave, sino el de la palabra, el del rocío lunar, y el de todas las cosas venideras.
Todo habría de ser untado con el embriagante y milenario Secreto de Min -la pátina de lo antiguo- con el único propósito de que su aroma trascendiese la historia. Por fin, en el crepúsculo de la última jornada, debería arrojar al viento, sin recelo, un granel de polen, para asegurar con ello la fecundidad de todo lo que existe. Recién entonces -dijo el oráculo- "el peligroso mar sabría que se enfrentaba a un peligroso hombre".
Recuerdo que a su nave la llamó La Barca de los Millones de Años, porque juró vivir con el profundo vértigo de sobrevivir a todos los naufragios. También recuerdo que a mí me llamó Déndera, porque nací con los ojos del color de las arenas de Tebas.
Cuentan las absurdas habladurías que mi padre, al verme, me hizo un pequeño hueco entre sus manos -un diminuto espacio que no desaparecerá nunca- y luego, sin plegarias solemnes ni protocolos sabios, me abrigó con telas púrpuras de Ruan.
Una tarde precisa de un gris agosto, amparado en la fragilidad de su fe, o amarrado a su creencia en los designios, obedeció al oráculo. En la frontera de esa tarde venida a deshora -una tarde que nunca debió llegar y que, sin embargo, se quedó suspendida en un perpetuo ahora- decidió pervertir los dones más preciados de la vida y me dejó a solas.
Sin itinerario, y sin nadie que pudiese contradecir sus ideas e ideales, en medio de una turbonada lúgubre, se echó a la mar.
Me doy buena cuenta de que El Rumor, siempre renovado, cuenta su historia a la luz de un fuego fatuo. Dice que, aunque vio a mi padre exponerse muchas veces al peligro del mar bravo, traficando seda desde Cachemira hasta la sugestiva y magnética isla de Man, raramente o nunca lo vio en demanda de socorro, ni yerto, ni aterido, ni perdido...
En su Barca del Millón de Años, ni aun "quebrando remos" llegaría a ver el fin de su travesía.
Pero si por necesidad de saberlo he concedido crédito a las leyendas, o a las explicaciones inexactas que narran lo que no sé precisar sobre su esforzada existencia, confieso que por necesidad de consuelo he preferido creer que no se ha llevado su corazón con él, en su barca.
Si su patria está donde está su corazón, entonces deseo creer que volverá, aunque sea en un millón de años.
Quizás por desobedecer al oráculo sufre ahora la soledad de los héroes y vive desterrado de todos los paraísos -los hostiles y los sutiles-. Quizás por renegar de lo fecundo, en su avance ciego, los dioses lo afligieron, ante la mirada incrédula de los profanos, con la singular maldición de enamorarse inexorable y apasionadamente.
Mis recuerdos ciertos son pocos. Poco matizados y austeros. Sólo tengo imborrable aquel atardecer de frío y agua. Aun así, no sé si esa escena imborrable la ha pintado el tiempo, o si acaso es una trampa que mi memoria tiñó con el color de la nostalgia. Tampoco sé de qué distrito de mi corazón caen los recuerdos...
Aquel atardecer, mirando cómo el sol viejo aún hería a las nubes opuestas, él me tomó de la mano y, como si fuera una historia que proclama vientos de utopía, contó tradiciones desconocidas sobre la cananea Luna de los Menguantes.
Escribo estas últimas líneas de frente a una memoria triste pero viva. No he dado el nombre de mi padre, porque su ausencia es mi más estimado recuerdo, pero sepan, sin embargo, que maldigo la soledad del héroe, maldigo el quicio de la puerta que anuncia a quien nunca llega y maldigo esta mano que escribe su homenaje.
2 comentarios:
"Un rumor matizado de verdad e injuria, áspero como el aliento de los sopladores de ánforas, atestigua que mi padre fue un nauta valiente que buscó, sin fruto, el alma regia de los héroes".
Bien podría ser ésta la "cita que describa el mundo" ya que se diría que lo que define al mundo, en la visión humana, no es otra cosa que la mera búsqueda.
El texto sugiere, sin embargo, la existencia de un padre que puso su "alma regia" a merced del que hoy escribe "Déndera", no para saberse heroico, sino para asegurar, en la letra de su hijo, su propia trascendencia. He aquí, entonces, el fruto y su perpetua maravilla.
"BENDITA SEA LA MANO QUE EMPUÑA LA PLUMA"
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